El cine normalmente es considerado como una especie de representación de sombras, y pocos se preocupan por investigar las paradojas ontológicas que plantea. Porque nos ofrece en tiempo presente nada menos que la experiencia de un tiempo irrefutablemente pasado. La película enlaza, por así decirlo, fenómenos inertes de los cuales el presente se ha alejado y a los que la proyección en pantalla otorga una momentánea resurrección.
Angela Carter
El cuerpo de la película, que es posible identificar con los fotogramas aislados para los cuales sirve de soporte, es tangible y, sobre todo, visible, pero sólo cuando la película es una recopilación de huellas estáticas es un elemento compositivo y separado de un procedimiento del que se sirve transformándolo y superándolo: en el momento en que la película corre a lo largo de las bobinas y dentro de los engranajes del proyector, su cuerpo se destruye, se recompone, se anula; su cuerpo llega a ser negado. El cuerpo de la cinta magnética, además, es aún menos identificable con elementos de la potencialidad significante de cuanto llega a suceder en la película: no se puede tocar la inerte materialidad; no se puede ver la rica dinámica de los trazos impresos por la grabación. En la televisión en directo, finalmente, falta incluso el soporte intermedio de una memoria material.
Esta es la historia de una de esas películas cuyo atractivo radica en no haber sido realizadas nunca (*). Se trata del proyecto que Alejandro Jodorowsky emprendió
cuando su película La montaña sagrada,
su tercer largometraje, tuvo el éxito necesario para conseguirle un respaldo
económico y creativo. El documental Jodorowsky's Dune, de Frank Pavich, nos
cuenta la historia de esta gesta, que terminó en el olvido, pues ningún
estudio de Hollywood quiso producirla, y la ambición de su realizador era que
tuviera dimensiones universales.
Así que este documental es la historia de un fracaso. Es lo que sucede
muchas veces cuando un gran creador no logra su cometido: la historia misma de la
caída da lugar a otra obra, como la películaLost in la Mancha,acerca del proyecto fallido de Terry
Gilliam de llevar a la gran pantalla la obra de Cervantes, en otra quijotesca
batalla contra molinos imposibles. Y tal vez como ésta, el documental sobre la
versión de Duna que jamás veremos tiene como gran
mérito el mostrarnos lo grandioso, digno y estimulante que puede ser un
fracaso.
A mediados de los setenta Alejandro Jodorowsky se había granjeado todo
un prestigio en el mundo del cine independiente, gracias
a sus delirantes tres primeras películas: Fando
y Lis, El Topo y La montaña sagrada. En
Estados Unidos pequeños círculos alternativos lo seguían, y en Europa sus
películas llenaban las salas y los festivales. Jodorowsky se convirtió
inesperadamente en uno de los primeros cineastas de culto, esos cuyas películas
siguen en circulación en horarios nocturnos, para que una minúscula tribu de fanáticos
las siga viendo una y otra vez al amparo de la media noche. Por otro lado,
se había topado con Duna, la novela de Frank Herbert, que además de ser también
una obra de culto, era la novela cuya saga recogía muchos de los temas e
intereses de la cultura hippie que ya estaba derivando en cientos de corrientes
alternativas. Jodorowsky fue también presa de la fascinación por esta obra,
pero en su extraño cerebro, Duna actuó como la semilla de una planta
alucinógena que encontró un terreno fértil para mutar y convertirse en otra
cosa. El cineasta nos dice que quería hacer una obra que cambiara el
pensamiento de las personas, que expandiera la consciencia de todo el que la
viera, que fuera como el LSD pero sin químicos, puro flujo óptico directo a las
mentes que no tendrían otro remedio que expandirse.
Ilustración de Chris Foss para Dune, de Jodorowsky
Y para llevar a cabo esta Gran Obra (en el sentido alquímico del
término), necesitaba un ejército de Guerreros Espirituales. No cualquiera podía
trabajar en tal proyecto (de hecho, el director rechazó a Douglas Trumbull después de convocarlo, porque su inmenso ego le impedía ser un “guerrero espiritual”). Así que, poco a poco, y con el apoyo de su productor
y cocreador Michel Seydoux, Jodorowsky se dedicó a reclutar a los elegidos. El
documental nos va contando, en la voz del propio Jodorowsky, que alterna el inglés
y el español con un acento que los unifica y los convierte casi en una lengua
propia, cómo el artista fue seleccionando y contactando a cada uno de sus
guerreros, con la ayuda del grandioso azar (o de la predestinación). Y no sólo
el reparto artístico, sino el equipo técnico y creativo. El chileno tuvo la
osadía y la habilidad para reclutar a los artistas H.R. Giger y Chris Foss, al realizador
y por aquel entonces creador de efectos especiales Dan O’Bannon, e incluso al mismísimo Salvador Dalí, a quien convenció de actuar
en su película prometiendo pagarle como a la más costosa estrella de
Hollywood; también convenció a Orson Welles en su etapa de compulsiva obesidad, de que actuara en la película, ofreciéndole una cena vitalicia en su restaurante parisino favorito.
Entre los reclutados
también estuvieron Mick Jagger (como actor) y el grupo Pink Floyd, que se
encargaría de hacer parte de la banda sonora, así como el grupo Magma. Jodorowsky incluyo en el reparto
a su propio hijo, Brontis, quien ya había actuado en una de sus películas
anteriores siendo solo un niño, y a quien sometió a un arduo entrenamiento en
artes marciales. El Story Board y el diseño de personajes estuvieron a cargo de
Moebius, contactado por Jodorowsky tras
quedar fascinado por sus cómics de blueverry.
Diseño de personajes de Moebius
No todos los mencionados aparecen en el documental, pero los que si lo
hacen tienen el mismo brillo en la mirada, el mismo orgullo contenido, la misma
fascinación por haber hecho parte de algo que consideraban verdaderamente
grande, genial, visionario. Jodorowsky cuenta que todos los días les daba una
charla de motivación, a la manera de un coach de fútbol. Sus colegas dicen que
era como un profeta, y que sus palabras los embriagaban de ímpetu creativo. El
propio director habla con orgullo y entusiasmo de esta etapa de su vida, de
esta película que lo hizo sentir que moriría si no la llegaba a realizar. Michel
Seydoux tuvo la idea de reunir en un libro todo el material de la película,
para ofrecerla a los grandes estudios: el resultado es un hermoso tomo
empastado, con las ilustraciones de Moebius y Foss en colores, el guion
completo y las ideas para la producción, en un tomo de casi mil páginas, todo un libro-objeto, del cual se imprimieron varias copias para que
buscaran un destino propicio.
Ilustración de Giger para el diseño artístico de la película
Pero ninguna lo hizo. El proyecto era demasiado ambicioso, extenso,
complejo, exótico, para la industria cinematográfica de la época. Así que,
rechazo tras rechazo, los guerreros de la luz tuvieron que aceptar que la
película nunca llegaría a realizarse. Por lo menos no la versión de Jodorowsky,
y si algo tenía claro este creador, era que no iba a permitir que le modificaran
ni una letra, ni una imagen, al proyecto de su vida. Y tuvo entonces que
aceptar que había fracasado. Para algunos de ellos el golpe fue muy duro. Dan O’bannon,
que se había mudado a París para trabajar en la película, y que había vendido
todas sus pertenencias, quedó en la bancarrota.
Sin embargo, los años
posteriores demostraron que el equipo reunido por Jodorowsky para Duna era algo
especial. Todos sabemos del trabajo posterior del propio O’bannon, de Giger y
de Foss en Alien de Ridley Scott, la película de ciencia ficción que marcaría todo un giro en
el género, hacia nuevas formas de visualidad. Llevando la cosa un poco más
lejos, se ha rastreado la influencia del proyecto Dune en la trilogía Star
Wars, otro de los grandes hitos de la ciencia ficción de la época. Y el
documental muestra muchas otras equivalencias o derivaciones. Se dice que el
libro de la película circuló por muchas manos durante los años setenta, y que a
eso se deben estas influencias. Lo cierto es que muchas de ellas se derivan del
talento del equipo, que proyectó las motivaciones y las ideas que Duna sembró en cada uno de sus miembros. Alejandro Jodorowsky cuenta que, al ver que todo había acabado, le
propuso a Moebius que hicieran historietas, y de esa alianza surgieron las más
famosas obras del cómic francés de los años setenta y ochenta, todas hijas de
Duney sus variaciones jodorowskianas.
Jodorowsky en su estudio, junto a su preciado libro de la película. Nicolas Winding Refn (director de Drive y quien, según se dice, va a dirigir la versión fílmica del Incal), que lo tuvo en sus manos, dice ser uno de los pocos que ha visto Dune, de Alejandro Jodorowsky, y que es alucinante.
En este punto, tengo que decir que no conozco bien la obra posterior de Jodorowsky, pero
desde la distancia me parecía que, después de su etapa creativa en el cine y la historieta, se había vuelto un poco charlatán, con todo el tema de su psicomagia y su cabaret místico.
El documental de Frank Pavich cambió completamente mi visión de este
creador. Pues eso es lo que es Alejandro Jodorowsky, aún hoy a sus 84 años, y eso es lo que nos enseña
con este testimonio, recogido de manera lúcida y trasparente en esta película:
el fracaso, para un creador, es solo un cambio de dirección. Un nuevo comienzo.
Y todos somos creadores. Jodorowsky le habla a la cámara, como en todo
documental, pero a través de ella nos habla a todos, nos señala y nos dice:
atrévanse a crear, atrévanse a equivocarse. Tengan metas inmensas, sueños tan grandes
como el propio universo: no sean avaros con sus sueños. Y lo dice con
honestidad e ímpetu, con la fuerza del que no puede dejar de seguir su verdad y
de hacerla surgir en todos los que se atraviesan en su camino. Y en cierto
sentido, al menos por unos momentos, lo que dura la emoción de los minutos o
las horas o los días después de que uno sale de ver una película que le ha
tocado el corazón, es posible creerlo, y al menos por ese tiempo, que ojalá
pudiera prolongarse, uno llega a sentir, sin L.S.D., una momentánea expansión de la consciencia.
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(*) Hay todo un libro dedicado a ellas: The Greatest Sci-fi Movies Never Made, de David Hughes.
Hoy, 28 de octubre, fecha en que se celebra el día internacional de la animación, este es mi pequeño homenaje. De la misma manera que el narrador invisible de la película de Piotr
Kamler, supe de la existencia de Cronópolis a
través de un libro, no tan antiguo, pero si extraño en su manera de referirse
al cine: la imagen-tiempo, de Gilles Deleuze, segundo volumen de sus “estudios
sobre el cine”. En esta obra, el filósofo francés introducía la película de Kamler
en su capítulo sobre las “puntas del presente y capas del pasado”, donde contrastaba dos maneras de asumir la temporalidad en el cine: la primera
encarnada por Robbe-Grillet, la segunda por Alain Resnais.
Esta es, según creo, la única alusión a una película animada en los
dos volúmenes sobre cine de Deleuze, o al menos una de las pocas (*). Sin
embargo, es de gran importancia, y le sirve además al autor como un pequeño
juego de estilo, pues en esta primera alusión, simplemente encuentra una
correspondencia llamativa entre sus dos figuras de la temporalidad, y los
juegos visuales de los personajes de la película: “En un dibujo animado (sic!),
Chronopolis, Piotr Kamler «modelaba» el tiempo con dos elementos, pequeñas
bolas manejadas con puntas, y capas maleables envolviendo a las bolas. Los dos
elementos formaban instantes, esferas pulidas y de cristal pero que se oscurecían
rápidamente, a menos que...” Y aquí Deleuze deja en vilo al lector anunciando
que “más adelante tendremos la continuación de esta historia animada”.
Ese “más adelante” adviene en el capítulo siguiente, las potencias de lo falso. Allí, Deleuze
revela aquello que interrumpía los juegos temporales de los cronopolianos: “...la
Chronopolis de Kamler muestra que los elementos del tiempo tienen necesidad de
un encuentro extraordinario con el hombre para producir algo nuevo”. Emulemos
al filósofo francés y dejemos para más adelante el significado de esta frase.
Por ahora, sólo quiero decir que desde que encontré esta referencia, me dediqué
a buscar la película de Kamler, en una época en la que no existía todavía
youtube, ese vademécum audiovisual que pone a nuestro alcance, aunque no
siempre en la mejor calidad, o no siempre completa, buena parte de la tradición fílmica.
Y aunque hace ya bastante tiempo que llegó a mis manos, sólo
recientemente fui capaz de verla entera de un solo tirón, aunque en su
versión definitiva de 1988 dura poco menos de una hora (la versión más larga, estrenada en 1982, dura 66 minutos y tiene una narración en off). Muchas veces la dejé correr, me entregué a contemplar
algunos fragmentos, fascinado por esos paisajes mecánicos, esas estructuras imposibles,
esos personajes que, en su silencio y solidez, efectivamente parecían
esculturas intemporales, o sacadas de un tiempo previo a todo tiempo.
Tal vez, en cuanto a su historia, me había conformado con la sinopsis
que aparece al principio, y que aquí reproduzco:
No hay pruebas suficientes de la
no-existencia de Cronópolis. Por el contrario, los sueños y manuscritos
coinciden en revelar que la historia de la ciudad es una historia de eternidad
y deseo. Sus habitantes, hieráticos e impasibles, tienen como única ocupación y
por único placer, el de componer el tiempo.
A pesar de la monotonía de la inmortalidad,
ellos viven a la espera; un acontecimiento importante debe sobrevenir a partir
del encuentro de un instante particular y de un ser humano. O este instante
esperado se prepara…
Bueno, no es exactamente una sinopsis, sino una introducción, y parece
dejar a la expectativa lo que ocurrirá cuando dicho acontecimiento ocurra. Sin
embargo, sirve para orientarse en una serie de secuencias cuya reiteración y
ambigüedad dificultan la construcción de un relato: Kamler crea bucles de
series de movimiento, introduciendo en ellas sutiles variaciones, que van
haciendo avanzar su borrosa secuencia narrativa a la manera de las músicas
seriales. A través de estas secuencias, se pueden identificar distintos
personajes, los cronopolianos, cada uno de los cuales tiene su particular forma
de construir el tiempo y de jugar con él: uno manipula algo así como una hoja o
tela bidimensional, que se mueve y da vueltas y desaparece: otro crea
minúsculas esferas, las hace girar y fragmentarse, uno más construye discos y
los hace volar y crear figuras en el aire, mientras aquel da vida a un enjambre
de puntos negros, que se mueven como una sola entidad, construyendo patrones
geométricos en su vuelo alternado. Y hay muchas otras formas audiovisuales en
las que los cronopolianos, en general, manipulan formas abstractas,
bidimensionales, que se transforman una y otra vez, volviendo a su forma
original y perdiéndola, en series cíclicas y regulares.
Los paisajes en los que estas mutaciones acontecen son de gran
riqueza: unos parecen máquinas, cajas, estructuras, cubos dentro de cubos,
tableros informáticos como las entrañas de un computador antiguo, arcaico e
imposible, como hecho de arcilla. Después de todos sus experimentos con las
formas, los maestros del tiempo crean finalmente una esfera más grande que las
otras, redonda y pura, aunque maleable, que tiene vida propia e incluso, se
podría decir, personalidad. Los cronopolianos juegan y experimentan con ella,
sometiéndola a todo tipo de movimientos y pruebas, hasta que una de sus
máquinas logra abrir un orificio sobre su superficie, y uno de ellos introduce
una especie de órgano en su interior, para luego cubrir el agujero y dejarla en
libertad.
La aparición del ser humano es anunciada desde uno de los primeros
planos de la película, en el que se ve una serie de alpinistas escalando un
muro completamente vertical, aferrados a una cuerda. Estos alpinistas no
vuelven a aparecer sino hasta muy adelante, cuando el acontecimiento se
produce, por obra de uno de los maestros del tiempo, que convierte
momentáneamente una de sus formas geométricas en un pájaro, el cual vuela hacia
los alpinistas y picotea la cuerda por la que trepan, hasta que el último de
ellos, al parecer el más torpe, se precipita al vacío. Sin embargo, la caída
libre del alpinista se convierte en vuelo, y lo vemos girar y planear por el
cielo, con gracia y experticia, hasta que aterriza en Cronópolis.
A su llegada, el alpinista se encuentra, casi que inmediatamente, con
la esfera blanca, y surge entre ellos una empatía inmediata. El hombre acaricia
aquel volumen blando con ternura, si no es que con algo de sensualidad, y la
esfera reacciona con simpatía. Los dos seres se entregan a la danza, al juego,
al regocijo. Es casi una microhistoria de amor entre el alpinista y la esfera,
hasta que los cronopolianos intervienen. Parecen querer separar a los dos
personajes, aunque lo hacen con esa indiferencia y ese espíritu frío del
científico que sólo quiere ver qué pasa.
Esa misma desidia permite que el
alpinista descubra que la esfera lleva en su interior algún artilugio de los
maestros del tiempo, así que abre también una fisura en su superficie y extrae
aquel corazón rojo e inerte que le habían insertado. La esfera y el hombre
retornan a sus juegos y aquella emancipación parece introducir el deterioro de
la temporalidad en aquel universo: los objetos, los paisajes, las superficies y
finalmente, los propios maestros del tiempo, se van corroyendo y volatilizando,
hasta que toda Cronópolis es reducida a sombras, mientras el alpinista y la
esfera huyen alegres, él corriendo con gracia y ella rebotando, mientras el
plano se abre y los hace cada vez más pequeños sobre una frágil cuerda que los
sostiene en el vacío.
Piotr Kamler nos cuenta esta historia a través de la técnica del stop
motion, o animación cuadro por cuadro, alternada con algunas secuencias de
dibujo animado, sobre todo para las esferas, los círculos y otras figuras
geométricas. Según se sabe, la labor de este cineasta era casi solitaria: el
mismo hacía las marionetas, los decorados, operaba la cámara y diseñaba las
estructuras que le permitían crear y sostener sus universos fantásticos. Claro,
tenía auxiliares en los distintos oficios de la producción que aparecen
debidamente en los créditos de su película, incluyendo a su esposa, quien
diseñaba el vestuario de las pequeñas criaturas de arcilla, pero casi todo el
trabajo lo hacía él directamente, pasando largas horas en su estudio. El único
dominio donde la responsabilidad creativa recaía en buena parte en otros, era
en la música y el sonido. Para Cronópolis, el encargado fue Luc Ferrari, famoso
compositor francés, que transitó por las grandes formas de la modernidad
musical del siglo XX: atonalidad, música concreta, música electroacústica… De
hecho, Ferrari y Kamler se conocieron en el famoso grupo de investigación de
Pierre Schaeffer, el GRM (Groupe de Recherche Musicale, inicialmente, GRMS,
Groupe de Recherche de Musique Concrète), al que el animador también perteneció.
Ferrari contribuye a darle a Cronópolis una existencia sonora igual de
singular a sus imágenes: músicas y sonidos que parecen salir también de
máquinas imposibles, magnéticas y electrónicas, que se alternan en algunas
secuencias con instrumentos de cuerdas, precisamente en los pasajes donde el
diseño sonoro adquiere una estructura más similar a la de la música
tradicional. En general, se trata de ecos, silbidos, ruidos de fondo de
mecanismos que respiran y se repiten y vibran, en esa existencia sonora de los
artefactos, continua y monótona, pero que hace que en nuestras ciudades ya no
haya silencio. Más que sincronismo, la sonoridad le da un espesor particular a
cada atmósfera, creando un efecto de pesadez que se superpone a los bucles
visuales, permitiendo insinuar esa atemporalidad de la ciudad donde nace todo
tiempo.
A propósito de su técnica, en una entrevista que ofreció para la
televisión de su país, Krzysztof Wojciechowski le preguntó a Piotr Kamler, refiriéndose
a las estructuras hechas por él mismo de tubos y plaquetas que el animador
utilizaba para sostener sus escenografías y aparatos de registro: “actualmente
los computadores dominan el mundo entero, en todos los ámbitos, y usted, sin
embargo, se detuvo de alguna manera en la construcción manual, se quedó
trabajando con sus antiguos instrumentos, sus tubos y sus tablas…”
Kamler mostrándole su estructura de tubos a Krzysztof Wojciechowski
Y esta fue la respuesta de Kamler: “siento un poco de desdén en lo que
usted me dice; no debería tomarse estos tubos tan a la ligera, Mister Krzysztof.
Gracias a ellos he podido realizar todas mis películas, y eso me ha permitido
trabajar en lugares verdaderamente inhabituales e interesantes: en un viejo
molino sobre el Loria, en el granero de un convento de Carmelitas en París, o
en el establo donde alguna vez pasaron la noche los caballos de Napoleón. Y
sobre todo, me han permitido instalarme aquí, en la rivera de este pequeño río
pintoresco y de este lago, así que su desprecio es infundado. Además, estos
tubos tienen cualidades verdaderamente únicas: se pueden transportar en el baúl
y hacer con ellos estructuras extremamente sólidas, así que tienen inmensas
cualidades. Por otra parte, mis instalaciones no están constituidas solamente
por tubos y planchas. De hecho, tengo una cámara, de 1920 para ser honestos,
pero ideal y sólida como un Rolls Royce, tengo un lente con una óptica
perfecta, y todas mis instalaciones móviles y los reflectores funcionan con
cojinetes de bolas. Por ejemplo, utilizo cabezas de registro de una gran
calidad, así que no se trata solamente de tubos y tablas, y he podido realizar
con este material cosas que, yo diría, son bastante complicadas”.
Auténtico artesano, Kamler tendría muchos otros argumentos para
defender su técnica, su “arcaísmo”. Pues si bien la animación digital nos ha
ofrecido grandes piezas audiovisuales, cada una con su estilo y sus propias innovaciones
técnicas, la imagen impoluta que producen los computadores parece uniformizar,
al menos en cierto nivel general, su apariencia visual, su ritmo y movimiento.
En esta animación artesanal, en cambio, la huella de la singularidad está por
todas partes, las contingencias de la producción, los materiales, los aparatos
ópticos. Incluso las pelusas y rayones de la película, a veces emulados por
filtros y artificios digitales, tienen en este caso ese carácter único de los
pliegues de la piel, de las huellas dactilares.
Tal y como la expuse unas líneas atrás, pareciera que en esta historia
los cronopolianos se hubieran labrado su propia destrucción, como si uno de sus
experimentos se les hubiera salido de las manos. Sin embargo, el sentido, al
terminar la película, me parece otro: de alguna manera, los maestros del tiempo
fueron liberados de la monotonía de sus tareas, repetitivas y fútiles, a través
del encuentro entre el hombre la esfera, quizá su única auténtica creación. Tal
vez corro el peligro de simplificar en exceso la complejidad de este hermoso
relato audiovisual, pero esas criaturas hieráticas de barro, jugando con los
cubos y esferas y partículas de tiempo, se asemejan mucho a nosotros, jugando
con las horas y los minutos en ciclos repetitivos e inútiles, mirando con
frialdad el transcurrir de una eternidad ilusoria, hasta que algo irrumpe –el acontecimiento– y nos devuelve el
asombro de aquello que se crea o se destruye.
Es entonces el momento de retomar a Gilles Deleuze, quien nos recuerda
la tarea y la importancia de personas como Piotr Kamler: “sólo el artista
creador lleva la potencia de lo falso a un grado que se efectúa, no en la
forma, sino en la transformación. Ya no hay verdad ni apariencia. Ya no hay
forma invariable ni punto de vista variable sobre una forma. Hay un punto de
vista que pertenece a la cosa hasta tal extremo que la cosa no cesa de
transformarse en un devenir que es idéntico al punto de vista. Metamorfosis de
lo verdadero. Eso es lo que es el artista, «creador de verdad», pues la verdad
no tiene que ser alcanzada, hallada ni reproducida, debe ser creada. No hay otra
verdad que la creación de Nuevo: la creatividad, la emergencia, lo que Melville
llamaba «shape», por oposición a «form». El arte es la incesante producción de
shapes, relieves y proyecciones. El hombre verídico y el falsario forman parte
de la misma cadena, pero finalmente no son ellos quienes se proyectan, se
exaltan o se ahuecan, sino el artista, creador de lo verdadero, allí mismo
donde lo falso alcanza su última potencia: bondad, generosidad”.
___________________________
(*) En el primer volumen, La imagen-movimiento, Deleuze escribe: “…el cine constituye el
sistema que reproduce el movimiento en función del momento cualquiera, es
decir, en función de instantes equidistantes elegidos de tal manera que den
impresión de continuidad. Cualquier otro sistema que reprodujera el movimiento
por un orden de poses proyectadas en forma que pasen unas a otras o que se
«transformen», es ajeno al cine. Y esto se comprueba cuando se intenta definir
el dibujo animado: si pertenece plenamente al cine, es porque aquí el dibujo ya
no constituye una pose o una figura acabada, sino la descripción de una figura que
siempre está haciéndose o deshaciéndose, por un movimiento de líneas y puntos
tomados en instantes cualesquiera de su trayecto. El dibujo animado remite a
una geometría cartesiana, no euclidiana. No nos presenta una figura descrita en
un momento único, sino la continuidad del movimiento que la figura describe”.
miércoles, 9 de mayo de 2012
El año pasado en Marienbad Alain
Resnais – Alain Robbe-Grillet (L’Année dernière à Marienbad – 1961)
Los créditos de la película recuerdan las tarjetas de invitación repujadas, jugando el mismo papel para el espectador: somos invitados a una gala de lujo, y debemos asumir su formalismo.
Se suele asociar a Alain Resnais con el famoso
movimiento de la Nouvelle Vague (la nueva ola) francesa, impulsado desde la
revista Cahiers du cinéma, fundada y
dirigida por André Bazin, y a la cual pertenecieron cineastas tan reconocidos
como François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer o Claude Chabrol,
y que tiene como su gran precursor al cineasta Jean Pierre Melville. Inspirado
en la idea de que el cine debe ser una creación controlada por su autor, que no
sólo es el director sino el guionista, productor y, en general, el “titiritero”
que controla los hilos de toda la creación, en realidad fue la metáfora de la
escritura la que estimuló a estos cineastas a erigirse como los demiurgos de
sus universos fílmicos: la idea de que la cámara era al cineasta lo que el estilógrafo
al escritor (la famosa camera-stylo
de Alexandre Astruc), fue este un cine personal y autónomo, que no temía
confrontar los esquemas y estereotipos del cine narrativo hegemónico.
Sin embargo, la película que nos ocupa en esta ocasión,
aunque tiene muchos de los componentes antes mencionados, también se aleja un
poco de esta tendencia. Ante todo, porque si la nueva ola creyó efectivamente
que el poder creativo del cine podía estar concentrado en un solo individuo, en
este caso hay al menos dos grandes figuras detrás de su creación. Y segundo, porque
si parte del movimiento de la nueva ola tendía hacia un realismo personal y
subjetivo, El año pasado en Marienbad
se desplegaba más como un universo artificial y autocontenido, casi impersonal.
En realidad, esta película forma parte de otro
movimiento cinematográfico francés, contemporáneo de la Nouvelle Vague pero que
no debe confundirse necesariamente con esta: se trata de la Rive Gauche (la rivera o margen
izquierda), surgido de la revista Positif,
con un carácter más experimental y formalista, y al cual se adscribían
cineastas y escritores como el propio Resnais, Chris Marker, Marguerite Duras y
Alain Robbe-Grillet. Este último es la otra figura creativa detrás de El año pasado en Marienbad, de modo que
esta película es casi un universo con dos demiurgos en contienda.
El cine de los autores adscritos a la Rive Gauche se caracterizaba por ser más
retórico, literario, elaborado y cuidado que el de sus colegas de la "Nouvelle
Vague". Destacan en él los primeros films de Resnais (Hiroshima, mon amour, El año pasado en Marienbad, Te amo, te amo), La Jetée de Chris Marker (homenajeada
mucho después por Terry Guilliam), Trans Europe
Express de Robbe-Grillet e India Song
de Duras.
Y en efecto, Marienbad
es una película que reúne estas características y las lleva al extremo.
Resultado del encuentro de los dos Alains, se trata de una producción que ha
despertado con los años, así como en el momento de su estreno, reacciones
enfáticas tanto para alabarla como para denigrarla. Para la muestra, dos
botones. Michel Mourlet afirmó en su momento: “No tiene ninguna noción de
actuación, ni un atisbo de los rudimentos de la escenografía, ninguna sensación
de narrativa, nada excepto pequeños y patéticos juegos intelectuales que apenas
pretenden ser cine”. Al mismo tiempo, Jacques Brunius exclamaba: “Es la
película que he estado esperando durante los últimos treinta años. Estoy listo
para afirmar que Marienbad es la mejor película de todos los tiempos, y
a rechazar a todos los que no sean capaces de verla”.
Alain Resnais
Un producto tan
extraño y que detona comentarios tan opuestos, es fiel al genio bicéfalo que lo
gestó. Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet tuvieron muchos puntos en común,
pero también algunas divergencias, tanto en la vida como en la creación. Ambos
bretones (de la Bretaña francesa), ambos nacidos en 1922, y ambos obsesionados
por renovar las formas artísticas en las que se expresaron, tuvieron rumbos
vitales distintos, pero que terminaron por cruzarse. Resnais, hijo único de una
familia de clase media, nació en Vannes pero se educó primero en Nice y luego
en Paris, donde se formó como editor en el IDHEC (Instituto de altos estudios cinematográficos),
pero se retiró después de un año. En 1936, cuando todavía hacía su bachillerato
en Nice, ya había rodado una versión de Phantomas en 8 mm. Tras sus estudios
profesionales hizo tres películas en 16 mm y luego trabaja como editor entre
1947 y 1958. Por sugerencia de Pierre Braunberger, hace una serie de cortos en este
periodo, con temas relacionados con la pintura, entre los que se cuentan Van
Gogh (1948), Paul Gauguin (1950), Guernica (1950), Nuit et
brouillard (noche y niebla, 1955)
y Toute la mémoire du monde (1956), considerada por muchos un boceto de El
año pasado en Marienbad. Su primer largometraje será Hiroshima mon amour, de 1959, y luego llegará su colaboración con
Robbe-Grillet para Marienbad.
Este último, por su
parte, nació en Brest y se desplazó a Paris para adelantar estudios en agronomia.
Luego de graduarse trabajó en el Instituto Nacional de Estadística, haciendo investigación
de laboratorio en biología. En 1950 se desempeñó como ingeniero en el Instituto
de Frutas Cítricas y Tropicales, lo cual le permite viajar a Marruecos, Guinea,
Martinica y Guadalupe. Pero su verdadera vocación es la escritura, y en 1953
publica su primera novela, Las gomas;
más adelante se convierte en consultor literario de la prestigiosa editorial Éditions du Minuit, y en 1955 publica su
segunda novela, El voyerista, con la
que obtiene el premio de la crítica. A ésta seguirá En el laberinto, que lo consagra como un escritor innovador y
renovador de las formas narrativas, y luego empieza su colaboración con Resnais
en Marienbad.
Alain Robbe-Grillet
Robbe-Grillet se
asume también como cineasta, y unos años después, en 1963, realiza su primera
película, L’inmortelle. En ese mismo año publica su ensayo/manifiesto por una nueva novela, que instaura todo
un movimiento literario, denominado, precisamente, la nouveau roman. Se trata, para muchos, de una de las tendencias
literarias más influenciadas por el cine: Grillet propende por una “escuela de
la mirada”, una escritura que rechaza la “literariedad” (o literaturidad, el
exceso de verbo y retórica, en pos de una palabra descriptiva más desnuda) que
desemboca en una literatura “objetiva” u “objetual”, que el semiólogo Rolland
Barthes, muy cercano a este movimiento, denominó una “novela de superficie”,
sin introspecciones o elucubraciones, más bien constituida de puras imágenes, lo
cual se ve reflejado en El año pasado en
Marienbad.
La colaboración de
los Alains empezó con un encuentro concertado. Robbe-Grillet lo describió así: “Empezamos
a hablar de cosas como miradas que se dirigían hacia afuera de la pantalla, los
vínculos que se necesitaban cuando las relaciones de causalidad son inciertas,
la ambigüedad, la naturaleza oscura de la más ínfima relación amorosa. Y descubrimos
que estábamos de acuerdo en todo eso. La cuestión de definir una anécdota era algo
para después: lo importante era la manera de contar. En tanto los tipos de formas
coincidieran, podríamos entonces pensar en el tema”.
Robbe-Grillet
propuso entonces cuatro ideas muy generales, casi abstractas: la inmortal (que
desarrollaría después en su primera película como director); una historia que
transcurriera en un estudio de cine; una historia en el campo; y finalmente, el año pasado. De ahí derivó Marienbad. Resnais, que ya había
trabajado con otros escritores, como Jean Cocteau, Raymond Queneau y Paul
Éluard, así como Jean Cayrol y Marguerite Duras encontró resonancias fuertes
entre estas ideas y las suyas, y se entregó a llevar a escena las propuestas de
Robbe-Grillet.
Los tres personajes, A, M y X.
La película, en efecto, tiene una narratividad difusa,
casi inexistente. Los personajes principales son tres, identificados en el
guión con letras: una mujer (A) y dos hombres, (M), posiblemente el esposo, y
(X), posiblemente su amante. Tras presenciar una obra de teatro, con un título que
recuerda la de Henrik Ibsen, Rosmersholm
(la casa de Rosmer), entre muchos otros personajes de comportamientos
hieráticos o impredecibles, A y X se encuentran. Al parecer, éste la quiere
convencer de que hace un año se encontraron en este mismo espacio, un hotel
lujoso y antiguo, y al parecer se prometieron reencontrarse un año después,
para consumar su amor (aunque esto no queda claramente expresado). La mujer
parece no recordarlo, y a lo largo de la película estos dos personajes
deambulan por los corredores del hotel, encontrándose y alejándose, hasta que
el esposo, M, interviene y termina asesinando a la mujer. Contada de esta
manera, parece una historia lineal, sencilla. En algún momento Resnais y
Robbe-Grillet pensaron en hacer una película de detectives, y algo queda de
esto en la trama que acabamos de resumir. Pero esto no es más que una
hipótesis, pues las relaciones entre los personajes nunca son tan claras, y las
acciones no son presentadas de manera tan escueta. El escritor afirmó acerca de
esta trama: “las preguntas que uno puede llegar a hacerse son: este hombre y
esta mujer, ¿realmente se encontraron y se enamoraron el año pasado en
Marienbad? ¿La mujer lo recuerda y simplemente pretende no reconocer al apuesto
extranjero? O, ¿realmente ella olvidó todo lo que pasó entre ellos? Etcétera.
Pero tengamos algo en claro: estas preguntas no tienen ningún sentido”.
Por su parte, el director llegó a decir: “creo que se
puede llegar al cine sin personajes definidos psicológicamente, en tanto el
papel de las emociones sea en movimiento, del mismo modo en que en la pintura
contemporánea el papel de las formas tiende a ser más fuerte que la anécdota”. Y
en efecto, la película se despliega como un conjunto de presencias que
deambulan, sin identidad o profundidad psicológica, acaso como las funciones de
una ecuación que no termina de resolverse. Personajes que mantienen la mirada perdida,
afuera del encuadre, recordando a los de muchas pinturas de Piero Della
Francesca, una referencia pictórica portada por Robbe-Grillet.
Jean-Louis Leutrat propuso otra lectura de la película:
“En un lugar que no deja de ser una especie de limbo, a medio camino entre la
vida y la muerte, un conjunto de seres humanos, aislados del mundo y para todo
propósito muertos, pasan su tiempo en devaneos repetitivos. Un hombre (X) viene
en busca de una mujer que conoció un año atrás, cuando estaba viva y bien;
trata de convencerla de que todavía está viva y de que debe ir con él para
escapar de ese mundo siniestro. Todavía atrapada en ese mundo, ella se resiste,
y él se deja progresivamente caer en la trampa”.
Algunos han asociado esta temática con la novela de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, aunque Robbe-Grillet negó haberse inspirado en esta obra (como sí lo hizo, en cambio, la película de los hermanos Quay, The piano tunner of earthquakes). En cualquier caso, el atractivo de la película no está en su
argumento, sino en sus formas sonoras y visuales, en esos recorridos
fantasmales de la cámara por los escenarios barrocos y elegantes, o en la voz
que recita como una letanía un extraño parlamento que parece describirlo todo,
reiterando lo que la lente nos expone con precisión y lentitud.
Porque la arquitectura, los decorados, la superficie es en gran medida lo valioso
de esta película, la cual fue rodada en locaciones reales y también en
escenarios creados para ella. Las primeras fueron castillos en las afueras de
Munich, los palacios de Nymphenburg, Amalienburg y Schhleissheim, y el
anticuario de la ciudad. En el film vemos alternadas escenas de los interiores
de estos palacios, con sus frisos, cortinajes, cuadros y espejos, y los
exteriores, jardines ascéticos, geométricos y homogéneos, mientras que los
primeros son barrocos, sobrecargados, texturados. Sin embargo, algunos intérpretes
han señalado que la oposición interior/exterior se desdibuja en esta película,
pues más bien lo que hay es una serie de espacios imbricados unos en otros. De
ahí que, en el interior, veamos permanentemente cuadros e ilustraciones que
representan el exterior. Jacques Saulnier, el diseñador de escenarios, los
describió así: “Los escenarios de Marienbad eran en colores… Las paredes eran
rosadas y las molduras plateadas. Ese tono rosado era extremadamente raro, pero
fotografiado lucía hermoso, de un precioso gris”. La fotografía, de un
impecable blanco y negro, refuerza el aire extraño de estos palacios,
homogeneizando sus rutilancias. Sin embargo, no dejan de recordar la pintura
cromática de Giorgio de Chirico, también poblada de sombras, jardines,
arquitecturas y estatuas. En palabras de Resnais: “el dispositivo escénico
concebido para esta película como un todo, que tenía que haber ocupado un
escenario sonoro entero, está hecho de una suerte de laberinto de andamiajes,
permitiendo a los personajes cruzar, en un punto predeterminado, diferentes
zonas espaciales que forman una serie de locaciones sucesivas y simultáneas
apuntalando la acción”.
En cuanto a la música, este fue uno de los puntos en los
que Robbe-Grillet y Resnais estuvieron más
en desacuerdo. El primero “estaba tras una estructura de ausencias y choques;
con elementos percusivos en el sentido más amplio, no sólo tambores y timbales.
Yo imaginaba una composición basada en los ruidos esencialmente reales que uno
escucha en un hotel, particularmente en uno antiguo como aquel”. Resnais, en
cambio, estaba familiarizado con las nuevas tendencias musicales de mediados
del siglo XX (serialismo, música concreta, etc.), y soñaba con que el
compositor Oliver Messiaen (el gran propulsor de dichas corrientes) compusiera
la música para la película, pero éste declinó cordialmente la oferta.
Finalmente el cineasta logró que uno de sus discípulos trabajara con él:
Francis Seyrig, quien afirmó: “al principio yo no entendía realmente lo que él
buscaba. (Resnais) se movía alrededor de las casas y parecía no saber con
exactitud qué era lo que quería. Me dijo, simplemente, que hiciera algo
extremadamente moderno. Durante tres semanas ensayamos algunas cosas en el
órgano, usando notas graves y luego altas. Él escuchaba, y luego discutíamos.
Al final entendí que él quería algunos toques wagnerianos para la historia de
amor de la película, pero también un aire a lo 1925, bits más modernos, todo
ello mezclado”.
Finalmente, la película es el resultado de un trabajo
que alternó la espontaneidad y el rigor, la improvisación y el detalle
calculado, la formalidad y el azar. Sin embargo, se presenta como un producto
acabado, casi matemático, pero no por ello desconcertante, como el juego de Nim
que ejecutan sus personajes en distintos momentos de la película. Sencillez en
la complejidad, barroquismo en la sobriedad y tiempos superpuestos en un
recorrido lineal, son algunas de las paradojas que ofrece El año pasado en Marienbad.
El videoclip de la Canción To the end, del grupo británico Blur es un homenaje a