miércoles, 19 de octubre de 2011

The Piano Tunner of Earthquakes - Hermanos Quay (2005)

Estas cosas nunca ocurrieron, pero son, siempre. Sallust.

La caligrafía, rasgo característico de los Hermanos Quay
Tal es el epígrafe de esta película, que empieza de manera similar a El año pasado en Marienbad, con una puesta en escena ante un público (una puesta en escena dentro de una puesta en escena; véase más adelante): además, al igual que en la película de Alain Resnais, hemos recibido una invitación, para presenciar un recital de la soprano Malvina van Stille, como celebración anticipada de su boda con Adolfo Blin. Sin embargo, durante el concierto la soprano muere, aparentemente por el influjo de Emmanuel Droz, un admirador insidioso que le envía flores con notas de seducción. Después de su muerte, Droz se acerca a Adolfo y le dice que ya no volverá a ver a su amada. En la siguiente escena nos encontramos en una isla, donde vemos a Droz devolviéndole la vida a Malvina, ahora lejos de su antiguo prometido.


Tras estas secuencias introductorias, la historia continúa en la isla, a la que llega Felisberto Fernández (nombre que recuerda al del escritor uruguayo del género fantástico, Felisberto Hernández, quien además era pianista consagrado), afinador de pianos, contratado por el dueño del lugar. El Sr. Fernández es idéntico a Adolfo, por lo que el espectador puede pensar que se trata de él, que viene a buscar a su prometida, asumiendo una identidad falsa. A partir de aquí la historia es narrada por Fernández, quien nos cuenta la sensación de haber ya visitado el lugar, llamado Villa Azucena, y cómo es recibido por Assumpta, el ama de llaves, una mujer que desde un principio parece insinuársele, y quien le enseña el lugar donde dormirá (Assumpa es, en las noches, la amante del doctor Droz); en la fachada de la casa principal hay una pintura que Assumpta interpreta como una imagen equivalente a la propia escena en que se encuentran, como si se tratase de una mise en abyme, anunciando el tema recurrente de la película: imágenes dentro de imágenes, bosques dentro de bosques, y realidades multiplicadas dentro de realidades. Cuando el afinador pregunta cuántos pianos tiene el doctro Droz, le informan que su trabajo no será sobre pianos, sino sobre algo más atractivo y retador para sus habilidades profesionales. 

La Puesta en abismo de los personajes en la pintura
El ajedrez humano del Dr. Droz

Se trata de una serie de siete autómatas diseñados por el doctor Droz, máquinas de una precisión y detalle que abruman al afinador de pianos. Son, además, autómatas musicales, por lo que se requiere de este experto, proveniente de toda un linaje de afinadores. Los autómatas son como dioramas en movimiento, y en cada uno de ellos se encuentra contenido un microuniverso típico de los hermanos Quay: mecanismos, poleas, pernos y tuercas oxidados, alternados con fragmentos orgánicos, carnales, como lenguas, dientes, hígados, piezas de algún cuerpo destazado e hibridado con las máquinas. Se trata de autómatas hidráulicos, como le explica el doctor al afinador. “En estas máquinas, señor Felisberto, están contenidos el sueño, la música, la irracionalidad más racional de todas, de la cual yo, Droz, soy el corazón. Cree el artefacto, señor Felisberto, y todo lo demás depende de la naturaleza”.


La narración, desde que Felisberto se instala en la isla, está articulada de acuerdo con las jornadas, cada una dedicada a un autómata, y cada una, a su vez, coronada por un sueño de Felisberto, experiencias oníricas en las que se mezclan las experiencias del día con extrañas visiones de los personajes que habitan la isla, incluyendo los seres mecánicos que habitan en los autómatas. El sueño y la realidad se fusionan, como en la secuencia onírica en la que Felisberto ve todas las acciones al revés: el doctor y sus pacientes saliendo del agua e internándose en el bosque, y él mismo, también hacia atrás, pasando del bosque a su lecho (en medio de los árboles) hasta poner la cabeza sobre la almohada. Vemos entonces que Felisberto duerme con un pañuelo en la boca, e intercaladas tomas de unos dientes rozando una lengua en el primero de los autómatas.

Carne humana dentro de la máquina

Durante el día, Felisberto se encuentra con Asumpta, quien le cuenta que el doctor Droz es un alienista, y que el lugar es una especie de asilo o santuario, en el que los jardineros son en realidad pacientes. El afinador ha visto a Malvina, quien se sienta en una banca en la playa con la mirada perdida en el mar. Sin embargo, cuando ella lo ve a él, lo identifica como Adolfo, aunque parece estar siempre distraída, sin dominio pleno de su consciencia. Cuando Assumpta y el doctor Droz los descubren juntos, hacen lo posible por separarlos. Droz le dice a Fernández que Malvina está bajo un tratamiento especial, pues ha sufrido un trauma muy duro, el abandono de su prometido justo antes de casarse, y que debe mantenerse alejado para no interferir en su curación. Luego Assumpta tiene una idea mejor: ¿por qué no involucrarlo en la terapia? Ésta consiste en una ópera en la que se recrea el momento en que Malvina perdió a su futuro esposo, es decir, una réplica de la primera escena de la película. En este simulacro, Fernández ocupa el papel de Adolfo, y debe limitarse a silbar, pues es incapaz de cantar. 

Malvina, abstraida en la contemplación del horizonte...

A esta “función terapéutica” acuden una serie de invitados entre los que se cuenta el verdadero Adolfo, quien se sorprende al verse a sí mismo dentro de la obra (sorprendido, en realidad, por su parecido con Felisberto). En el momento en que se pone de pie y se acerca al escenario, rememorando las imágenes de la muerte de su prometida, descubrimos con él que la representación tiene la forma de un diorama, es decir, que toda la escena no es otra cosa que un autómata nuevo del doctor Droz. En su interior, Fernández descubre que se ha convertido en una figura atrapada en uno de los ingenios del malévolo alienista, que provoca un terremoto con el que se cierra la escena.

En una suerte de epílogo, vemos a Assumpta, la única sobreviviente, que contempla el último de los autómatas en lo que queda de la isla, y en su interior a Felisberto en el momento en que se encuentra con Malvina a la orilla del mar, en un instante que se repite como un bucle dentro del último diorama del doctor Droz. Fernández nos informa que él mismo ha decidido quedarse en el autómata No. 6, que recrea el momento en que el afinador conoció a Malvina.


Otros autómatas de Droz...
A lo largo de esta trama, que está lejos de ser tan diáfana como ha sido presentada en esta breve descripción, el espectador va encontrando una serie de claves que, si bien no agotan o simplifican el sentido de la historia, le sirven de anclas simbólicas para multiplicar sus significados. Además de las imágenes que aparecen dentro de los autómatas (una especie de falo/caja musical que emerge de un cilindro giratorio, unas manos sin cuerpo que hacen avanzar una pequeña barca con sus remos, los dientes y la lengua que replican la boca del afinador, poleas, pernos, mecanismos…) los diálogos proveen otras claves. Así, por ejemplo, en uno de sus encuentros, Felisberto y Assumpta sostienen esta conversación:

- Señor Fernandez, ¿cree usted en los sueños?
- Sí, creo.
- ¿Y?
- Alguien alguna vez me habló sobre ciertos signos en los sueños, pero con ello no podría explicar un sueño, así como el golpe del cartero no puede aclarar el contenido de una carta.
- Supongo que eso ciertamente dependería de qué tan duro golpea el cartero.
- Y por cuánto tiempo.

La película de los Hermanos Quay funciona de esta manera: nos dan los golpes del cartero, nos dejan ver el sobre e incluso atisbar en semitransparencia las palabras escritas en su interior, pero nunca llegamos a leer la carta completa. En otro momento, el doctor Droz emite un parlamento cuidadosamente preparado:  

¿Ha escuchado usted alguna vez acerca de la Megaloponera Foetens, Sr. Felisberto? Es una hormiga que vive en los bosques tropicales cameruneses. Un forrajeador del bosque, que de vez en cuando se infecta inspirando la espora microscópica de una fungosidad que cae como lluvia de los árboles altos, la cual se aloja en su cerebro diminuto, donde comienzan a crecer. Preocupada y desorientada, esta hormiga se ve obligada a dejar el suelo del bosque y comienza a trepar a los tallos de helechos y plantas trepadoras hasta que alcanza una determinada altura. En ese punto, sujeta sus mandíbulas inferiores sobre la planta y se queda ahí, hasta que muere. Por lo que respecta a la fungosidad, ésta perdura, comiendo el cerebro de la criatura muerta, infiltrando su sistema nervioso entero. Hasta que, unas semanas más tarde, excreta una clase de alcayata a través de los restos de la cabeza del insecto, y este aguijón rampante rebosa de esporas, en su momento se derrama sobre la tierra, abajo, cayendo como lluvia para la siguiente hormiga que saquea el suelo, ingenua.

En la escena culminante de la película, en la representación de la ópera, al doctor Droz le nace una alcayata en la frente, de la cual emanan esporas, como la hormiga de su relato, justo cuando descubrimos que Fernández ha caído en su trampa, convirtiéndose en una figura animada de sus autómatas. Lo curioso es que el propio Droz forma parte de este bucle narrativo que replica el triste destino de la Megaloponera Foetens: la víctima se convierte en el victimario, y éste a su vez en víctima, un vehículo de las implacables fuerzas naturales, un mecanismo biológico de una perversidad que parece calculada. 

El Dr. Droz, falso demiurgo de la isla
Los hermanos Quay han dicho alguna vez: “nos interesa todo lo que pasa en la sombra, en las regiones grises, todo lo que es elusivo y fugitivo, todo lo que puede ser dicho en esos hermosos medios tonos, o a través de susurros, en la profunda oscuridad”. Así funciona El afinador de pianos de los terremotos, como también lo hacen los cortometrajes alucinados de estos hermanos gemelos que parecen ellos mismos concebidos por Bruno Schulz o algún otro de los escritores de la Europa oriental que tanto han adaptado y homenajeado en sus películas. Porque los Quay han reinventado las “adaptaciones” y los homenajes literarios en el cine. Lejos estamos, en sus obras, de las trasposiciones fieles o las citas directas: todo es alusión, reinvención, juego.

Así sucede, por ejemplo, con La invención de Morel que, según se ha dicho, inspiró esta película. Al parecer, los hermanos Quay querían hacer una versión cinematográfica de la obra de Bioy Casares, pero no pudieron adquirir los derechos, así que tuvieron inventar otra historia, la cual no deja de aludir a la novela fantástica argentina, en varias formas. Las dos historias transcurren en una isla, la cual ha sido convertida, por obra de un científico oscuro, en un espacio de simulaciones y artificios. En las dos hay, de maneras distintas, un triángulo amoroso que involucra al malévolo doctor, a una hermosa mujer, y a un incauto incapaz de descifrar el secreto del artificio, y termina siendo víctima de él. En ambas hay ingenios hidráulicos que reconstruyen escenas repetidas ad infinintum; y en algún momento, cercano al desenlace de la película, hay un parlamento que es casi literal de la novela, en el que se menciona los dos soles que coronan el cielo de la isla. El papel de las mareas es insinuado aquí por el eclipse, que parece formar parte de los cálculos de Droz para propiciar el terremoto.

Y aunque las dos historias difieren también en múltiples aspectos (los cuadros de personajes y sus relaciones, el diseño de la trama, los distintos grados de ambigüedad en una y otra) ambas abordan el tema común de las imágenes, los recuerdos y su papel en las relaciones amorosas, con sus contundencias e inestabilidades, cuyos momentos afortunados quisiéramos cristalizar eternamente.    

Y esta temática es idónea para la propuesta escénica y cinematográfica de los Quay, quienes ponen en ella todas sus dotes y su experiencia artística en áreas tan disímiles como el teatro, la escenografía para ópera y la animación stop-motion que los ha hecho célebres en el mundillo del movimiento simulado. La propuesta fotográfica también es impecable, y acerca las imágenes de Villa Azucena a las pinturas de los simbolistas decimonónicos. Así, quien no soporte la narrativa difusa o la incoherencia onírica, al menos puede entregarse al deleite de este ajedrez artesanal, donde cada pieza ha sido esculpida con esmero y precisión, con la paciencia de relojeros que sólo han dominado los orfebres del cine: los animadores.

Ficha técnica

Dirección: Stephen y Timothy Quay
Guión:Alan Passes y los hermanos Quay
Cinematografía: Nicholas D. Knowland
Música original: Christopher Slaski
Edición: Simon Laurie
Dirección de arte: Eric Veenstra

Reparto

Amira Casar como Malvina van Stille
Gottfried John como el Dr. Emmanuel Droz
Assumpta Serna como Assumpta
César Sarachu como Adolfo Blin / Don Felisberto Fernandez

Se incluye aquí un fragmento de la novela El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo, que además de proveer el título a este blog, presenta un catálogo de "dioramas" o escenas tridimensionales que nos recuerdan los autómatas del doctor Droz.

LAS SIETE MARAVILLAS DEL MUNDO EN TRES VÍVIDAS DIMENSIONES
Pieza número uno: HE ESTADO ANTES AQUÍ.
Las piernas de una mujer, levantadas y abiertas, como preparadas para recibir a un amante, formaban un arco triunfal curvilíneo. Adornaban los pies unos zapatos de cuero negro con tacos en punta. Ese corte anatómico, compuesto de cera rosa ahuecada a la altura de las rodillas, no admitía la posibilidad de la existencia de un torso. El erizado vello del pubis formaba una especie de escudo de armas sobre un proscenio circular; pero aunque los pelos habían sido insertados uno por uno para obtener el máximo grado de verosimilitud, el efecto general era de asombrosa artificialidad. Las almenas de color morado y rojo oscuro que rodeaban la vagina eran el marco de un agujero perfectamente redondo a través del cual el espectador vislumbraba el húmedo y lujurioso paisaje interior.
Allí se extendía sin fin ante sus ojos la imagen en miniatura pero irresistible de un bosque semitropical donde frutos sorprendentes colgaban de los árboles, mientras que los moteados y abigarrados cálices de flores inmensas, del tamaño de piedras de molino, exhalaban aromas tan pótenles que se hacían visibles como un rocío suave y brillante. Pequeñas aves brillantes trinaban silenciosamente en las i a mas; animales de exquisitas formas y colores, unicornios, jirafas y leones herbívoros, entre otros, mordisqueaban margaritas y campanillas entre la hierba imposiblemente verde; mariposas, libélulas e innumerables insectos enjoyados aleteaban, volaban o se escurrían entre las plantas, de manera que todo estaba en constante movimiento, inclusive la vegetación misma se transformaba constantemente. Mientras yo miraba, la presión del dulce zumo que contenía reventó una ciruela y de su piel hendida surgió una bandada de aves cantoras, anaranjadas. Un capullo alargado a punto de abrirse cambió de idea y se convirtió en una fresa y no en un nenúfar. Un pez brotó del río, se transformó en un conejo blanco y se alejó saltando.
Parecía que el invierno y los vientos fuertes nunca podrían tocar esas luminosas regiones del olvido ni agitar la superficie del río reluciente que seguía su sosegado curso en el centro del valle. El ojo del espectador siguió el curso del río hasta la fuente y así vio, por primera vez, después de algunos instantes de feliz contemplación, las nebulosas murallas de un castillo. Cuanto más se miraban sus borrosos contornos, más siniestro se tornaba, como si sus vísceras de granito alojaran tantas cámaras de tortura como el Cháteau de Silling.
El resto de las máquinas contenía los siguientes espectáculos.

Pieza número dos: LAS VISIONES ETERNAS DEL AMOR. Cuando miré por las ventanillas de la máquina, lo único que vi fueron dos ojos que a su vez me miraban. Cada uno tenía un metro de diámetro, su párpado y su conducto lacrimal, y estaba suspendido en el aire sin soportes visibles. Igual que el vello del pubis del modelo anterior, las pestañas habían sido implantadas una por una, escrupulosamente, en los estrechos bordes de cera rosa; pero esta vez el artesano había alcanzado un grado perturbador de realismo que se sumaba a la cualidad sintética de la imagen. El blanco de los ojos tenía delicadas venas rojas que producían un efecto similar al provocado por el costoso mármol que se usaba en Italia a fines del período barroco para construir los altares de las capillas de los potentados; los iris eran simples anillos de vidrio de botella castaño oscuro, en tanto que en las pupilas podía ver, reflejados en dos espejos circulares, mis propios ojos, enormemente ampliados por las lentes de la máquina. Como mis propias pupilas reflejaban los falsos ojos que tenían delante, y esos reflejos a su vez se reflejaban, pronto comprendí que contemplaba un modelo del eterno retorno.

Pieza número tres: EL PUNTO DE ENCUENTRO ENTRE EL AMOR Y EL HAMBRE.
Sobre un plato de cristal tallado de los que se usan para servir postres, había dos porciones perfectamente esféricas de helado de vainilla, cada una coronada por una cereza, de modo que la semejanza con dos pechos femeninos era casi perfecta.

Pieza número cuatro: TODO EL MUNDO SABE PARA QUÉ SIRVE LA NOCHE.
Aquí, la figura de cera del cuerpo sin cabeza de una mujer mutilada yacía en un charco de sangre pintada. Sólo llevaba los restos de unas medias de malla negra y de un liguero rasgado de brillante goma negra. Sus brazos sobresalían rígidamente a los costados y una vez más reparé en el amoroso cuidado con que el artesano había simulado el vello de las axilas. El seno derecho estaba parcialmente cortado y abierto, revelando dos superficies de carne tan falsa y brillante como los solomillos de yeso que cuelgan en las carnicerías de juguete; su vientre estaba cubierto por una pintura que parecía eternamente húmeda y, de la pintura, emergía el mango negro de un enorme cuchillo que vibraba incesantemente por la acción (probable) de un resorte.

Pieza número cinco: TROFEO DE UN CAZADOR EN LAS SELVAS DE LA NOCHE.
Una cabeza —presumiblemente tomada de la víctima de la pieza anterior— estaba suspendida en el aire, nuevamente sin cuerdas o ganchos que revelaran cómo se sostenía. Desde el borde seccionado chorreaban gotas de sangre artificial, plop, plop, plop, pero el recipiente donde caían estaba fuera del campo visual del espectador. Una abundante peluca negra caía sobre los pálidos rasgos de la mujer, que mostraban una repulsiva expresión de resignación. Sus ojos estaban cerrados.

Pieza número seis: LA LLAVE DE LA CIUDAD. Una vela en forma de pene de enorme tamaño, con su escroto, en estado de pronunciada tumescencia. El arrugado prepucio estaba suficientemente echado hacia atrás como para descubrir en toda su insolente integridad la punta ostensiblemente hinchada, del color del poniente, y una parte del miembro mismo; en la diminuta hendedura central, donde debería haber estado el pábilo, ardía una pequeña y limpia llama. Mientras el espectador miraba, la vela se inclinaba hacia delante sobre esas bolas y lo señalaba de modo acusador.
De pronto se me ocurrió que esto pretendía representar el pene del ministro.

Pieza número siete: MOVIMIENTO PERPETUO. Como era de esperar, aquí un hombre y una mujer practicaban el acto sexual sobre un diván de crin negra. Las figuras, también exquisitamente hechas de cera, parecían modeladas en una sola pieza; y a causa de un mecanismo de relojería oculto en el diván, se mecían continuamente hacia atrás y hacia adelante. Ese acoplamiento poseía una cualidad fatal, inevitable. No era posible imaginar un cataclismo suficientemente violento como para separar esas formas entrelazadas, ni concebir un principio en el pasado, porque estaban tan firmemente unidas que parecían haberse formado así en el inicio de los tiempos y que, paralelamente encerradas, seguirían así hasta el infinito. No eran tan eróticos como patéticos, pobres romeros del deseo que jamás se apartaban un centímetro en su incesante peregrinaje. El rostro del hombre se amoldaba al cuello de la mujer y no se podía ver; pero la cabeza de ella estaba construida de tal modo que podía oscilar sobre el cuello, y como se movía de un lado a otro, sus rasgos eran intermitentemente visibles.

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