miércoles, 15 de febrero de 2012

Der letzte Mann (El Último, 1924)


El último hombre, la última risa, el último. Una historia de degradación, una fábula sobre los símbolos del poder, un retrato realista de la vejez y el rechazo al que conduce. Y sobre todo, un uniforme, un traje que reviste a su portador de prestigio y reconocimiento, en ese efecto tan conocido según el cual es la visibilidad la que instituye a un hombre común en figura rutilante, dotándolo de jerarquía. Muchos han calificado esta historia como una fábula antimilitarista, siendo el uniforme de botones tan similar al de los jerarcas del ejército aunque siempre caricaturizado, el objeto de valor que es poseído y perdido, robado y devuelto, eje de un falso poder y de una ilusoria altivez. 



La historia, desarrollada por Mayer como una variación del tema que Gogol propusiera en El capote, relato en el que un funcionario pobre se obsesiona por adquirir un capote nuevo que le dé prestigio y reconocimiento entre sus pares, y que termina de forma trágica, ha sido interpretada también como una crítica a la alienación del ser humano en el capitalismo, cuando un individuo confunde su identidad con la de su rol laboral hasta tal punto que la pérdida de aquello que la integra y concretiza (un uniforme) le es sustraído junto con su empleo. El viejo portero del Hotel Atlantic es otro de esos seres minúsculos que se considera el rey de su pequeño dominio, la portería de un edificio y su miserable vecindad, donde su uniforme lo convierte en una especie de héroe militar admirado y respetado, pero cuyo orden se desvanece con una variación en el paisaje de su paraíso burocrático. Hermano, entonces, de Akaki Akákievich, de Bartleby e incluso de Gregorio Samsa (quien de manera más radical lo que pierde es su forma humana) el viejo portero es otro de esos antihéroes, un ser que al ser despojado de su rol parece ver tambalearse su identidad entera, y termina ejecutando una farsa que pronto será desenmascarada.




Este motivo lo emparenta también con una historia que ha adquirido distintas investiduras en las crisis económicas del capitalismo reciente: el individuo que, aunque pierde su trabajo o su posición, trata de mantenerla saliendo todos los días a trabajar, aunque en realidad lo que hace es deambular por parques o cafeterías hasta que llega el momento de regresar a casa y continuar la pantomima del esposo proveedor. Fábula de la vida real plasmada por Emmanuel Carrére en El adversario y llevada al cine por Nicole Garcia en 2002, y que termina en una serie de crímenes en un desenlace que demuestra lo escandaloso de nuestros tiempos.

El final del viejo portero no iba a ser tan grandilocuente, aunque sí trágico: lo habríamos visto sucumbir en los baños del hotel rendido ante su servidumbre y humillación, de no ser por las súplicas del actor Emil Jannings, quien logró que Murnau añadiera el epílogo venturoso con la herencia del millonario y la reivindicación de los débiles por parte del ahora nuevo rico y su amigo el vigilante. 


 Más allá de esta anécdota, desplegada con eficacia por Murnau y compañía, el valor de esta cinta radica en sus logros visuales, de la mano, principalmente, de Karl Freund. Claro, el interés de Murnau en explotar al máximo los recursos del todavía imberbe lenguaje cinematográfico, reduciendo al mínimo las explicaciones verbales y los intertítulos para contar una historia casi exclusivamente a través de imágenes, es la voluntad que conduce esta película hacia los terrenos dinámicos y alucinados que se pueden experimentar aún hoy día al enfrentarse a su mutante claroscuro. Pero las innovaciones técnicas, las soluciones improvisadas que devinieron en recursos cristalizados de la gramática de la cámara, los artificios técnicos, son en su mayoría aportes de Freund y su equipo. Una película es una polifonía, y podríamos añadir, una poligrafía: múltiples ojos enuncian este relato en imágenes, y al rostro y la gestualidad de Jennings, se suman los nuevos travellings de la mirada que sigue a un sonido sordo que se hace recorrido espacial, a los decorados arquitectónicos y los juegos de perspectiva, a la magistral cámara desencadenada de Freund, al montaje preciso y los efectos especiales, los lentes distorsionados y cubiertos de ungüento para simular el onirismo, a la recreación de toda una ciudad a partir de una esquina de cartón piedra en los estudios de la UFA. 


Los narratólogos francófonos François Jost y André Gaudreault introdujeron en la terminología de esta disciplina semiótica un concepto que es clave para comprender el aporte de El último al relato cinematográfico: si en literatura se habla de focalización para referirse al portador del “punto de vista” narrativo, el foco de conocimiento desde el cual se trasmite al lector la historia, ocultándole aquello que la instancia focalizadora desconoce y revelándole lo que es familiar, en el caso del cine no se trata sólo de conocimiento, sino de percepción: una historia no está sólo focalizada en un punto de vista abstracto; está ocularizada (y en el cine sonoro auricularizada) en un cuerpo perceptor que es el portador del relato. En El último la focalización está ubicada con claridad en el viejo portero durante casi todo el relato: sabemos lo que él sabe y experimentamos sólo lo que él experimenta, con excepción de algunas cortas escenas que muestran a la tía y a la sobrina, o a las vecinas chismosas del barrio miserable. Sin embargo, el portero también ve de una manera particular, tiene alucinaciones y sueños, su vista falla y se hace borrosa, y con ella la pantalla, ese filtro trucado al mundo imaginario de la diégesis.









Como la focalización, la ocularización puede ser neutra, interna o externa; el primer caso es el del punto de vista de la cámara más tradicional, cuando ésta no se identifica con ninguna mirada perteneciente al universo diegético sino que trata de hacerse invisible. No es el caso de El último, que oscila entre una ocularización externa, solidaria con el portero, y momentos fascinantes de experiencia visual subjetiva, cuando la cámara se convierte en los ojos del anciano y nos muestra un panorama alterado, en movimiento, desenfocado o difuso. He aquí la magia de Murnau y Freund, el poder del relato audiovisual en estado puro, cuando bastan las imágenes para desplegar ante nosotros una historia intensa y conmovedora, aunque también minúscula, anodina. Los historiadores nos dicen que el interés de Murnau era sorprender a las compañías americanas e impactar ese mercado inhóspito y etnocéntrico, que se negaba a recibir el cine de otras latitudes. Por eso se mantuvo en secreto el cómo (detrás del cual no es atrevido decir que estaban los primeros dollys e incluso steadicams de la historia del cine), dejando a los realizadores norteamericanos especular acerca de las soluciones técnicas del ingenio germano. Lo que no pasó desapercibido fue la capacidad de hacer de la cámara la verdadera portadora del relato, en resonancia con la magnífica interpretación de Jennings.   

Y un logro más de este lenguaje visual reinventado por los realizadores de Weimar: además de la música sincopada de Giussepe Becce, conducido por el hábil oído de Murnau, El último nos muestra otro logro mayúsculo: la capacidad de convertir el sonido  en imagen visual, y hacernos seguir el recorrido de un chisme de boca en boca y de oreja en oreja en esa vecindad plagada de malévolas viejas, o los sonidos de la trompeta que atraviesan el espacio e impactan el alicorado ensueño del portero, cuando no acaba de despertar de su letargo. Así, El último nos pone ante una de esas extrañas cintas que, de cuando en cuando, estiran los límites del cine y nos muestran que todo puede ser, en cualquier momento, reinventado.
  



Créditos

Director: F.W. Murnau
Guión: Karl Mayer (inspirado en “El capote”, de Nikolái Gogol)
Productor: Erich Pommer
Música original: Giussepe Becce
Cinematografía: Karl Freund
Diseño de producción: Edgar G. Ulmer
Dirección de arte: Robert Herlth y Walter Röhrig

Reparto

Emil Jannings: Portero del hotel
Maly Delschaft: Su sobrina
Max Hiller: Prometido de la sobrina
Emilie Kurz: Tía del prometido
Hans Unterkircher: Gerente del hotel
Olaf Storm: Huésped joven
Hermann Vallentin: Huesped barrigón
Georg John: Vigilante
Emmy Wyda: Vecina

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