lunes, 27 de febrero de 2012

Le Voyage dans la Lune - Georges Méliès (1902)




"En 1902, Georges Méliès rueda Viaje a la luna; la película se lanza en blanco y negro, pero también en color, pintada a mano. La cinta le da la vuelta al mundo. La versión en color, considerada perdida durante mucho tiempo, fue reencontrada en 1993 por la Filmoteca de Cataluña, en un estado de deterioro crítico. A partir de 1999 se comenzaron trabajos extremadamente delicados para rescatar y digitalizar sus imágenes. Sólo hasta el 2010 se pudo relanzar una restauración completa de la cinta, permitiéndole al público redescubrir esta obra mayor del cine, 109 años después de su creación. Las herramientas digitales de hoy en día han permitido reensamblar los fragmentos de 13.375 fotogramas de la película y restaurarlos uno por uno. Los fotogramas faltantes, perdidos o muy deteriorados, fueron tomados de la versión en blanco y negro y luego coloreados".

Méliès es el gran artesano, técnico e ilusionista de la historia del cine. Con él y otros pioneros comenzó la transformación del dispositivo tecnológico que era el cine en sus orígenes, en ese gran artificio que objetivó nuestros sueños y los vertió en imágenes dentro de un marco rectangular que todavía nos permite acceder a esa dimensión fantasmática de la existencia.

Desde hace algún tiempo volvemos a tener acceso a una de sus obras capitales, colorizada en la época y que se nos entrega con ese aire enrrarecido de lo que es y no es, pero aparece. Esta pequeña (en extensión) película resume toda la magia del cine, la clave de su mecánica y su interés por reescribir la realidad, expandiéndola.

Ahora Martin Escorsese nos ofrece el regalo de ver algunos de sus fragmentos en la Gran Pantalla en su película Hugo, demostrando en un maravilloso 3D que toda innovación técnica, en el linaje de Méliès, no es más que el resultado de esa voluntad onírica que extiende y magnifica nuestra experiencia del mundo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

The Artist (2011) – Michel Hazanavicius

En todas las épocas las nuevas invenciones de la humanidad parecen poner en duda los viejos artificios, el presente siempre teme a convertirse en pasado y trata de aferrarse al futuro, pero la frontera entre estas temporalidades es siempre inasible. El famoso “esto matará aquello”, de Víctor Hugo, se aplica a todas las artes y todos los medios, y el miedo a la caducidad es, hoy en día, una patología acelerada.

La clave textual que abre la película, según el profesor Douglas Niño

El cine ha experimentado en varias ocasiones ese terror prospectivo. Hoy en día nos preguntamos si los sistemas de video caseros, el internet y la piratería terminarán por extinguirlo, de la misma manera en que hace unas décadas el culpable de este terror era la televisión. Hasta el momento, la narración audiovisual ha resistido, aunque haya mutado entre pantallas y dispositivos. Sin embargo, para nosotros, los espectadores modernos, no es fácil imaginar esas otras crisis que experimentó el séptimo arte con el advenimiento de innovaciones técnicas que hoy consideramos parte nativa de su lenguaje. Ahora, gracias a Michel Hazanavicius, tenemos la oportunidad de experimentar una de esas grandes mutaciones del pasado: el advenimiento del cine sonoro, o más bien, de la sincronía entre sonido registrado e imagen, pues las películas silentes no lo eran tanto, gracias al acompañamiento musical, como también nos lo permite sentir El Artista.

No es la primera vez que se intenta algo similar en el cine contemporáneo; hay que mencionar propuestas más marginales y de gran valor y riesgo, como la obra entera de Guy Maddin, entre las cuales comentamos en este blog Brand Upon the Brain! (2006), por su interés en revivir el llamado “cine de variedades”, cuando el cine era un espectáculo que iba más allá de la pantalla e incluía actuaciones en vivo, música y otro tipo de atracciones dramáticas. Y también hay que hacer justicia a la producción argentina La Antena (2007), del director Esteban Sapir, otro homenaje a la era silente del cine, con un juego similar en el que la música y los efectos sonoros se diluyen en las fronteras de la diégesis (esperamos poder comentar esta cinta en este blog en algún momento).

Sin embargo, El Artista logra llevar este revival del cine silente a la escala del cine industrial, en cuyo seno el efecto se magnifica. Pues es en concreto el cine de Hollywood el que se ve cuestionado (más que “homenajeado”) por esta cinta, en su afán de novedades e innovaciones técnicas, que terminan poniendo en un segundo plano al “artista” (según esa -para muchos molesta- costumbre de llamar así a los actores de la industria californiana), sobre todo cuando se vuelve incapaz de asumir tales transiciones. En este caso se trata de George Valentin, una superestrella del cine mudo, cuyo atractivo radica en su capacidad para convertir su rostro (sus cejas, su mirada, su sonrisa perfecta, su bigote apenas delineado sobre los labios) y su cuerpo en el soporte de toda comunicación. Héroe de todos los géneros clásicos, maestro de la danza y el disfraz y, en síntesis, de todos los lenguajes no verbales, Valentin cautiva a su audiencia con esa mezcla de comicidad y glamur que lo puso en el empíreo de la industria americana. En la cima de su carrera conoce a Peppy Miller, una joven aspirante a actriz que gracias a él logra entrar con éxito en el mundo del cine y que después, por sus propios méritos, sigue escalando peldaños hasta convertirse ella también en una gran estrella de Hollywood. La aparición del cine sonoro se cruza en las carreras de estos dos personajes, catapultando a la joven Peppy y causando la debacle de Valentin, quien se niega a aceptar la irrupción de la voz en ese universo mudo de cuerpos y rostros que era para él la pantalla de cine.

La historia empieza, de manera muy pertinente, en 1927, año en que se estrenaron las primeras películas con sonido sincronizado que tuvieron éxito comercial (aunque ya en 1923 se habían estrenado en Nueva York los primeros cortometrajes sonoros). Generalmente se menciona El Cantante de Jazz como la primera película sonora, pero no hay que olvidar que Amanecer, de F. W. Murnau (véanse los comentarios de Fausto y de El Último), se estrenó unas semanas antes, y que a estas dos cintas las preceden varias producciones que, desde la invención del cine, experimentaron con distintas técnicas de sincronía entre sonido e imagen. De cualquier modo, para 1930 el cine sonoro se imponía ya en Hollywood sobre el silente, y esta transición es la que nos narra, precisamente, El Artista.

A partir de aquí, George Valentin se verá cada vez más aislado e irá cayendo en la ruina, mientras que Peppy Miller seguirá ascendiendo hasta ser la Gran Diva del cine sonoro. El ascenso de ella y el descenso de Valentin están bellamente ilustrados en un plano de la película en que los dos personajes se encuentran en la escalera del estudio, pero siempre unidos por el afecto que descubrieron desde su primer encuentro.

 
El ascenso y el descenso en el camino de la fama...

Un afecto que no desaparece y que supone la salvación del actor, quien después de muchas vicisitudes logra volver a la industria, superando su miedo al sonido y a la voz, apelando a una de sus grandes habilidades como actor silente: la danza, que también lo unió desde un principio con su querida Peppy. La gran crisis de George nos recuerda la cinta de Billy Wilder,  Sunset Boulevard, (tan admirado por Hazanavicius) quien de no ser por la ayuda de la actriz -que en algún momento llegó a ver como su antagonista- hubiera desembocado también en la fatalidad.


La forma que toma este homenaje al cine mudo no es solo la de la cita o la alusión; El Artista es una película muda, no sólo porque sólo utilice los parlamentos y los efectos sonoros sincronizados en unas breves escenas, sino porque supo emplear los elementos expresivos de la era silente de manera eficaz y versátil.

Empecemos por la música: como ya dijimos, las películas pre-sonido sincronizado eran mudas, pero no silenciosas, y aunque el acompañamiento musical no siempre era el mismo para cada producción, en la mayoría de los casos se escribía una obra musical sincopada con las imágenes, o se adaptaban piezas ya existentes que, por la magia del cerebro humano, se “hacían” coincidir con las imágenes aunque la sincronía no fuera total. Más allá de este efecto cognitivo, la música era ya en la era silente el gran detonador gramático, y acompañaba los “tonos” narrativos, magnificándolos o matizándolos. En el caso de El Artista, el trabajo de Ludovic Bource en la composición musical está articulado con precisión con las imágenes y los ciclos dramáticos de la obra, así como sus silencios y ausencias: desaparece cuando debe hacerlo, dejando que sean las imágenes las que hablen o marquen el ritmo de la película.

Como se dijo al principio, el otro gran medio expresivo del cine mudo era el propio cuerpo de los actores y sus rostros, y en este caso los personajes que llevan la batuta son George, por supuesto, y también de manera magistral, su perro (Uggie, en la vida real), pieza clave en la historia y el ritmo entre cómico y trágico de esta producción. Si existiera un Óscar para “mejor actor animal” (y debería existir) Uggie sería el ganador indiscutible en esta entrega de los premios de la academia. Volviendo a los actores humanos, Jean Dujardin es la gran revelación de la película, fuertemente ayudado en la caracterización visual, el maquillaje y el vestuario, tan bien logradas que el actor parece casi extraído de películas antiguas en un trabajo de composición digital a lo Forest Gump o a lo Underground. La actriz franco-argentina Bérénice Bejo también da la talla, ofreciéndonos una mezcla de simpatía y comicidad, con la dosis justa de dramatismo. En general, la labor de Casting de Heidi Levitt rinde sus frutos. Incluso ese rostro tan familiar de John Goodman (al que casi parecen salirle letreros en ese confinamiento sordo al que lo somete la película) logra camuflarse en la atmosfera gris de los años treinta. Y esta riqueza en el reparto se completa con el cameo de Malcom Mcdowell, otro actor elocuente que se ve conminado al silencio, convirtiendo sus juegos de palabras en el intertítulo que le da entrada a Peppy al mundo de la fama. La danza que enlaza a los dos protagonistas nos anuncia también un homenaje por anticipación a los grandes musicales que se irán tomando el cine norteamericano en su etapa sonora. 

Bérénice Bejo, en uno de sus mejores momentos...

Uggie, Oscar a mejor animal de reparto...

El cameo de Malcom McDowell
El rostro elocuente de John Goodman

Además de esta riqueza de gestos, rostros y cuerpos, la composición visual y el montaje se convierten, como en la era silente, casi en un código simbólico que trasmite con eficacia, aunque a veces con obviedad, inevitablemente, la esencia de una escena o una idea. La película abunda en ejemplos como el citado plano de la escalera, en el que una imagen resume o cristaliza un sentimiento, una alusión: la sombra de George que abandona la pantalla, el título de la película en el teatro que vemos de fondo cuando acaba de salir de la subasta de sus últimos bienes (Lonely Star, se llama abiertamente aquella cinta que no llegamos a ver), o aún más literalmente, cuando lo vemos sumergirse en las arenas movedizas de su película fallida…  

Otro fondo casual que dice mucho, el Ladrón de su corazón...

La estrella solitaria...
El hundimiento definitivo...

Y por supuesto, hay que hablar de los intertítulos. A veces olvidamos que las películas mudas tenían este recurso de elocuencia, que las acercaba a los cómics en tanto las convertía en secuencias de imágenes apoyadas en textos. Aunque en El Artista la distribución de estos textos es irregular, pues se apela a ellos sólo en ciertas escenas que requieren de diálogos o parlamentos para completar el sentido, los intertítulos son uno de los recursos más eficaces para concretar los gags que abundan en la película, capturando al espectador y manteniéndolo en las manos de esta producción, que castiga y gratifica en dosis bien calculadas. Hay sobre todo un momento en el que la compaginación de intertítulos y montaje logra un efecto de suspenso magistral, cuando Valentin está a punto de volarse la cabeza con una pistola y en el plano siguiente vemos (casi escuchamos) la famosa onomatopeya del inglés para disparos, choques y explosiones: ¡BANG! La polisemia de esta expresión permite que el lector crea que ha sido la pistola, pero en el plano siguiente vemos el automóvil de Peppy que se ha estrellado con un poste, así que habrá que esperar un plano más para saber si la explosión escrita es del auto o del arma… 



Otro gran logro de esta cinta es que el sonido, gracias al poder del contraste, adquiere unas dimensiones de sentido que no lograría en una película completamente sonora. En la secuencia onírica en la que Valentin escucha los sonidos de los objetos que lo rodean, pero se descubre incapaz de proferir el mismo sonido alguno, esos ruidos se magnifican (técnica y simbólicamente) pero también se evidencian en su artificialidad, en su incongruencia dentro del universo silente de la cinta. Es como si pudiéramos, una vez más, revivir ese extrañamiento que debieron experimentar los primeros espectadores de las llamadas: “talkies”, las primeras películas parlanchinas, pues no solo los actores empezaron a hablar, también lo hicieron los objetos, en un lenguaje similar al de las cosas del mundo cotidiano pero ligeramente distinto, como si se tratase de la lengua arcana de los falsos objetos en el mundo que se esconde al otro lado del espejo. El culmen de este efecto es la pluma que estalla al tocar el suelo, hiriendo los oídos del mudo (mas no sordo) George, cuyo drama es precisamente ese: es el único incapaz de materializar una onda sonora. Al final, incluso, cuando las voces irrumpen en los últimos minutos de la película, escuchamos las palabras que exclama Valentin de manera torpe, como si se tratara de un niño a media lengua o de un gangoso (en realidad, de un francés tratando de hablar en inglés), pero su sonrisa triunfal borra esa torpeza en la expresión, y son sus pies en la pista de baile los que trasmiten su elocuencia.


Todos estos recursos visuales, gráficos y sonoros, se integran en El Artista para consolidar una producción que, con todo y lo arriesgado de su propuesta, constituye un espectáculo divertido que puede ser disfrutado por cualquiera. Pues la cinta de Hazanavicius es todo menos aburrida, sus homenajes y guiños no tienen otro fin que el de entretener, y lo logra con creces. Basta con escuchar las reacciones del público en la sala de cine (que por las características sonoras de esta película, se vuelven más audibles): la gente ríe, se angustia, respira con alivio y contiene la respiración, siguiendo las rutas que le traza con habilidad la película, y todas las fórmulas y clichés que pueda tener se aceptan de buen gusto, pues a veces la gratificación y la nostalgia pueden entrelazarse para dejarnos sin palabras.


Créditos:

Guión y dirección: Michel Hazanavicius
Música original: Ludovic Bource   
Cinematografía: Guillaume Schiffman   
Edición: Anne-Sophie Bion y Michel Hazanavicius
Casting: Heidi Levitt   
Diseño de producción: Laurence Bennett   
Dirección de arte: Gregory S. Hooper   
Diseño de vestuario: Mark Bridges  

Reparto

Jean Dujardin como George Valentin 
Bérénice Bejo como Peppy Miller 
John Goodman como Al Zimmer 
James Cromwell como Clifton, el conductor 
Penelope Ann Miller como Doris, la esposa de Valentin 
Missi Pyle como Constance, la actriz 
Beth Grant como la mucama de Peppy 
Ed Lauter como el mayordomo de Peppy
Joel Murray como el policía del incendio 
Bitsie Tulloch como Norma 
Ken Davitian como el prestamista 
Malcolm McDowell como el mesero de la película 
Basil Hoffman como el subastador 
Bill Fagerbakke como el policía en la escena del smoking 
Nina Siemaszko como la admiradora

miércoles, 15 de febrero de 2012

Der letzte Mann (El Último, 1924)


El último hombre, la última risa, el último. Una historia de degradación, una fábula sobre los símbolos del poder, un retrato realista de la vejez y el rechazo al que conduce. Y sobre todo, un uniforme, un traje que reviste a su portador de prestigio y reconocimiento, en ese efecto tan conocido según el cual es la visibilidad la que instituye a un hombre común en figura rutilante, dotándolo de jerarquía. Muchos han calificado esta historia como una fábula antimilitarista, siendo el uniforme de botones tan similar al de los jerarcas del ejército aunque siempre caricaturizado, el objeto de valor que es poseído y perdido, robado y devuelto, eje de un falso poder y de una ilusoria altivez. 



La historia, desarrollada por Mayer como una variación del tema que Gogol propusiera en El capote, relato en el que un funcionario pobre se obsesiona por adquirir un capote nuevo que le dé prestigio y reconocimiento entre sus pares, y que termina de forma trágica, ha sido interpretada también como una crítica a la alienación del ser humano en el capitalismo, cuando un individuo confunde su identidad con la de su rol laboral hasta tal punto que la pérdida de aquello que la integra y concretiza (un uniforme) le es sustraído junto con su empleo. El viejo portero del Hotel Atlantic es otro de esos seres minúsculos que se considera el rey de su pequeño dominio, la portería de un edificio y su miserable vecindad, donde su uniforme lo convierte en una especie de héroe militar admirado y respetado, pero cuyo orden se desvanece con una variación en el paisaje de su paraíso burocrático. Hermano, entonces, de Akaki Akákievich, de Bartleby e incluso de Gregorio Samsa (quien de manera más radical lo que pierde es su forma humana) el viejo portero es otro de esos antihéroes, un ser que al ser despojado de su rol parece ver tambalearse su identidad entera, y termina ejecutando una farsa que pronto será desenmascarada.




Este motivo lo emparenta también con una historia que ha adquirido distintas investiduras en las crisis económicas del capitalismo reciente: el individuo que, aunque pierde su trabajo o su posición, trata de mantenerla saliendo todos los días a trabajar, aunque en realidad lo que hace es deambular por parques o cafeterías hasta que llega el momento de regresar a casa y continuar la pantomima del esposo proveedor. Fábula de la vida real plasmada por Emmanuel Carrére en El adversario y llevada al cine por Nicole Garcia en 2002, y que termina en una serie de crímenes en un desenlace que demuestra lo escandaloso de nuestros tiempos.

El final del viejo portero no iba a ser tan grandilocuente, aunque sí trágico: lo habríamos visto sucumbir en los baños del hotel rendido ante su servidumbre y humillación, de no ser por las súplicas del actor Emil Jannings, quien logró que Murnau añadiera el epílogo venturoso con la herencia del millonario y la reivindicación de los débiles por parte del ahora nuevo rico y su amigo el vigilante. 


 Más allá de esta anécdota, desplegada con eficacia por Murnau y compañía, el valor de esta cinta radica en sus logros visuales, de la mano, principalmente, de Karl Freund. Claro, el interés de Murnau en explotar al máximo los recursos del todavía imberbe lenguaje cinematográfico, reduciendo al mínimo las explicaciones verbales y los intertítulos para contar una historia casi exclusivamente a través de imágenes, es la voluntad que conduce esta película hacia los terrenos dinámicos y alucinados que se pueden experimentar aún hoy día al enfrentarse a su mutante claroscuro. Pero las innovaciones técnicas, las soluciones improvisadas que devinieron en recursos cristalizados de la gramática de la cámara, los artificios técnicos, son en su mayoría aportes de Freund y su equipo. Una película es una polifonía, y podríamos añadir, una poligrafía: múltiples ojos enuncian este relato en imágenes, y al rostro y la gestualidad de Jennings, se suman los nuevos travellings de la mirada que sigue a un sonido sordo que se hace recorrido espacial, a los decorados arquitectónicos y los juegos de perspectiva, a la magistral cámara desencadenada de Freund, al montaje preciso y los efectos especiales, los lentes distorsionados y cubiertos de ungüento para simular el onirismo, a la recreación de toda una ciudad a partir de una esquina de cartón piedra en los estudios de la UFA. 


Los narratólogos francófonos François Jost y André Gaudreault introdujeron en la terminología de esta disciplina semiótica un concepto que es clave para comprender el aporte de El último al relato cinematográfico: si en literatura se habla de focalización para referirse al portador del “punto de vista” narrativo, el foco de conocimiento desde el cual se trasmite al lector la historia, ocultándole aquello que la instancia focalizadora desconoce y revelándole lo que es familiar, en el caso del cine no se trata sólo de conocimiento, sino de percepción: una historia no está sólo focalizada en un punto de vista abstracto; está ocularizada (y en el cine sonoro auricularizada) en un cuerpo perceptor que es el portador del relato. En El último la focalización está ubicada con claridad en el viejo portero durante casi todo el relato: sabemos lo que él sabe y experimentamos sólo lo que él experimenta, con excepción de algunas cortas escenas que muestran a la tía y a la sobrina, o a las vecinas chismosas del barrio miserable. Sin embargo, el portero también ve de una manera particular, tiene alucinaciones y sueños, su vista falla y se hace borrosa, y con ella la pantalla, ese filtro trucado al mundo imaginario de la diégesis.









Como la focalización, la ocularización puede ser neutra, interna o externa; el primer caso es el del punto de vista de la cámara más tradicional, cuando ésta no se identifica con ninguna mirada perteneciente al universo diegético sino que trata de hacerse invisible. No es el caso de El último, que oscila entre una ocularización externa, solidaria con el portero, y momentos fascinantes de experiencia visual subjetiva, cuando la cámara se convierte en los ojos del anciano y nos muestra un panorama alterado, en movimiento, desenfocado o difuso. He aquí la magia de Murnau y Freund, el poder del relato audiovisual en estado puro, cuando bastan las imágenes para desplegar ante nosotros una historia intensa y conmovedora, aunque también minúscula, anodina. Los historiadores nos dicen que el interés de Murnau era sorprender a las compañías americanas e impactar ese mercado inhóspito y etnocéntrico, que se negaba a recibir el cine de otras latitudes. Por eso se mantuvo en secreto el cómo (detrás del cual no es atrevido decir que estaban los primeros dollys e incluso steadicams de la historia del cine), dejando a los realizadores norteamericanos especular acerca de las soluciones técnicas del ingenio germano. Lo que no pasó desapercibido fue la capacidad de hacer de la cámara la verdadera portadora del relato, en resonancia con la magnífica interpretación de Jennings.   

Y un logro más de este lenguaje visual reinventado por los realizadores de Weimar: además de la música sincopada de Giussepe Becce, conducido por el hábil oído de Murnau, El último nos muestra otro logro mayúsculo: la capacidad de convertir el sonido  en imagen visual, y hacernos seguir el recorrido de un chisme de boca en boca y de oreja en oreja en esa vecindad plagada de malévolas viejas, o los sonidos de la trompeta que atraviesan el espacio e impactan el alicorado ensueño del portero, cuando no acaba de despertar de su letargo. Así, El último nos pone ante una de esas extrañas cintas que, de cuando en cuando, estiran los límites del cine y nos muestran que todo puede ser, en cualquier momento, reinventado.
  



Créditos

Director: F.W. Murnau
Guión: Karl Mayer (inspirado en “El capote”, de Nikolái Gogol)
Productor: Erich Pommer
Música original: Giussepe Becce
Cinematografía: Karl Freund
Diseño de producción: Edgar G. Ulmer
Dirección de arte: Robert Herlth y Walter Röhrig

Reparto

Emil Jannings: Portero del hotel
Maly Delschaft: Su sobrina
Max Hiller: Prometido de la sobrina
Emilie Kurz: Tía del prometido
Hans Unterkircher: Gerente del hotel
Olaf Storm: Huésped joven
Hermann Vallentin: Huesped barrigón
Georg John: Vigilante
Emmy Wyda: Vecina